Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos
Tribunal Disciplinario de los contadores públicos, esa es la ontología de la Junta Central de Contadores (JCC) desde su origen en el Decreto Legislativo 2373/1956, fundamento existencial que ha sido reconocido en la sucesión normativa que trata de su vigencia y su composición. Así ocurrió con el efímero Decreto 1953/1994, que la constituye en una unidad administrativa especial (UAE) sin personería jurídica que seguirá desempeñando las funciones del decreto legislativo citado. A ese tribunal le habla también la Ley 1151/2007 cuando le concede personería jurídica y la adscribe al Mincit; también la Ley 1314/2009 cuando lo ratifica como tribunal disciplinario de la profesión contable, y claro la Ley 43/1990, reglamentaria de la profesión de Contador Público, que la asegura como órgano de ella. Por esto, normas como el Decreto 1955/2010 le hablan al Tribunal Disciplinario y le recuerdan a la UAE sus funciones auxiliares para con el Tribunal en cuanto se trata de un soporte para su administración y logística. En contexto, la JCC es el todo y la UAE es la parte que está para su servicio. Que no al revés.
Una cosa es la función y otra el funcionamiento. Dice el encabezado de la propuesta, que mediante ese decreto “se reglamenta la función de registro e inspección y vigilancia” de la UAE JCC. Desde aquí, el decreto estaría violando el principio de legalidad, pues ciertamente el legislador le pidió al Gobierno reglamentar el funcionamiento, no las funciones del Tribunal, pues esto es del resorte del mismo legislador.
Según el diccionario de la Real Academia, en esta acepción se entiende por función la “capacidad de acción o acción propia de los cargos y oficios”, y por funcionamiento la ejecución que hace una persona o máquina de “las funciones que le son propias”. Se entiende mejor ahora, que el legislador se reservó para sí la potestad de fijar funciones a la JCC y le asignó al Gobierno Nacional la capacidad de establecer los mecanismos para que dicho Tribunal pueda ejecutar adecuadamente sus funciones. Por ello, se entendería como violatorio del principio de legalidad el contenido del anteproyecto que trata de otorgarle funciones disciplinarias (léase sancionatorias) sobre los profesionales contables al director de la UAE.
Consagra el anteproyecto que el director de la UAE podrá imponer sanciones disciplinarias “por el ejercicio ilegal de la profesión contable”, dejando al Tribunal el régimen sancionatorio sobre las faltas contra la ética profesional. Luego se avoca el funcionario la capacidad de inspección, investigación y sanción de personas y firmas del ejercicio contable, siendo él quien determinará el procedimiento, hará la valoración de pruebas y fallará el proceso administrativo, reservándose para sí, también, la facultad discrecional de sancionar contadores y firmas profesionales “cuando ignoren, desconozcan o no atiendan los requerimientos y solicitudes formales” que él haga, cualquier cosa que eso sea, pues la obligación de sometimiento de los profesionales no tiene límite alguno en la norma preparada. Queda allanado el camino para volver todo asunto de violación de la ética como un evento de ejercicio ilegal de la profesión, hilo conductor nada difícil de preparar; así, el Tribunal Disciplinario quedará con una función residual, sometido a estudiar los casos que en su amabilidad le permita el verdadero sancionador de la profesión. De adorno, que llaman.
La cereza del postre para liquidar el Tribunal está en la determinación del quórum para tomar sus decisiones. En un cuerpo colegiado de siete integrantes, el anteproyecto propone que puede sesionar con un mínimo de cinco integrantes, en las que todas las decisiones se aprobarán con el voto de la mayoría [simple] presente en la sesión. Es decir, con el voto de tres integrantes se tomarán decisiones en un organismo de siete. Eso hará, necesariamente, que el Tribunal Disciplinario se vuelva blanco de acciones legales, razón de más para eliminarlo.
Fray Tomás de Torquemada, el primer Inquisidor, quien tenía ascendencia judía, mandó a la pira a diez mil personas y condenó a penas degradantes a veinte mil más, apropiándose también de la fortuna de los marranos condenados, la que utilizó para construir y ampliar monasterios en nombre de Dios. Un buen inquisidor dirán en las altas esferas religiosas, dadas las riquezas atraídas y los templos erigidos. En la generalidad de los profesionales contables su mayor riqueza es su reputación y ella será instruida, valorada, juzgada y sentenciada por un solo funcionario administrativo. Si ello queda así, tal vez con los años su gestión se mida en la disminución causada a la población contable a partir de la muerte civil que se les decrete, y seguramente dirán que ha sido más eficiente quien ha propiciado más defunciones.