Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos
Dicen que Markus Braun dueño de Wirecard, la start-up de pagos electrónicos que representa el, hasta ahora, último fracaso sonoro de una de las big four, manifestó hace unos años que su sueño con esta compañía era “hacer los pagos invisibles”. Y a fe que lo logró, escribe con ironía la prensa alemana, luego de que él admitiera públicamente que un depósito en efectivo en un banco de Singapur por mil millones de euros nunca había existido, y que en sus cuentas estaban inflados unos fondos en Filipinas por valor de mil novecientos millones de euros. En sus cuentas quiere decir en sus estados financieros, claro. Unos doce billones de pesos en total.
Ya desde el año 2015 había rumores en los medios acerca de irregularidades en el modelo económico de Wirecard, los que se agrandaron a comienzos del año pasado cuando un informante anónimo contactó al Financial Times para hablar de un fraude contable en las fiducias asiáticas de esa compañía. Entonces, el asunto Wirecard se hizo vox populi. Pero, como en los cuentos de maridos cornudos, luego de cinco años de rumores crecientes lo sabía todo el planeta menos los auditores. “Un absoluto desastre para la Alemania empresarial”, sostienen los alemanes. El caso es de tal calado, que en Europa se dice que el affaire Wirecard será para Ernst & Young (EY) como lo fue el caso Enron para Arthur Andersen.
Pero, ¿cómo resultó una afamada multinacional de auditoría arrastrada a esta hecatombe? La respuesta es increíble, y los auditores lo dicen en serio. Se pensaría que detrás de la debacle de un negocio de base tecnológica debería haber un entramado de operaciones altamente sofisticadas, uso de inteligencia artificial de súper última generación, transferencias interplanetarias, cuentas cifradas en agujeros negros, criptomonedas de otras galaxias. Pero no. Ocurrió que los auditores de EY en el encargo no realizaron confirmaciones bancarias con los bancos asiáticos en donde supuestamente estaban depositados los millardos de euros en efectivo. En serio.
¿Cómo es posible que un auditor de multinacional no realice un elemental procedimiento de auditoría? EY aporta una respuesta cantinflesca a una actuación suya que ha dado al traste con un pedazo grande de la economía alemana. Pero realizar un procedimiento elemental es algo que no se olvida, no es creíble que una pomposa multinacional salga con una excusa que raya en la imbecilidad.
El asunto le apunta al modelo de auditoría. Las normas internacionales de auditoría prescriben que el auditor debe acordar los términos del encargo con el cliente, que el cliente puede poner en el contrato una limitación al alcance de trabajo del auditor, que las condiciones previas las discute el auditor con el cliente, que el auditor puede aceptar modificaciones a los términos del encargo si están justificadas, cualquier cosa que quiera entender por ello, y todo un largo etcétera de razones para limitar el alcance del encargo de auditoría, limitaciones absolutamente impensables en el trabajo de la revisoría fiscal.
La auditoría de las normas aseguramiento es un traje a la medida. Obedece a un interés privado, y a veces particularísimo, su alcance llega hasta donde lo permite el auditado, no debe realizar procedimientos inconsultos, debe someter a conocimiento y aprobación el plan de auditoría, debe avisar con antelación los procedimientos que va a realizar, y, al final, debe discutir los términos del informe con el auditado previamente a su emisión.
Para entender la dimensión de la auditoría en función del interés privado basta con repasar casos famosos. Como el Fifagate y Odebrecht, que regaron en sobornos cientos de millones de dólares por todo el planeta. Como el caso Parmalat, con cuentas ficticias en Islas Caimán. Como el caso Enron, que se llevó como compañero de funeral a su auditor. Aquí la constante fue que los auditores no vieron nada. En Colombia encontramos casos memorables como Interbolsa, Odebrecht, Reficar, Saludcoop, para mencionar unos muy pocos, que nos han costado un potosí y nos tienen sumidos en el fondo de la tabla de la corrupción y en la más absoluta inequidad social.
La revisoría fiscal no tiene lugares vedados. La revisoría fiscal es una expresión de fiscalización y de injerencia del Estado en las organizaciones para privilegiar el interés público, y eso solo se entiende en función de un Estado social de derecho. Claro, eso implica asumir una serie de responsabilidades legales, pues, así como la norma es el amparo del revisor fiscal que impide que él negocie los términos del encargo, también la norma legal le exige a ese revisor fiscal un nivel de responsabilidad insospechado para un auditor del común.
Atributos de la revisoría fiscal como los mencionados, nunca han sido del agrado de las firmas multinacionales. Por eso se oponen a ella y proponen acabarla para imponer el modelo contractual y singular de la auditoría. Y cada que encuentran oposición intelectual montan en cólera, se retiran del debate y escriben pasquines difamando de quienes, con argumentos juiciosos, se oponen a sus pretensiones.
Que la revisoría fiscal requiere una reforma es algo en lo que la generalidad de profesionales contables estamos de acuerdo. Reformarla, no acabarla. Que siga la discusión, que sigan los proyectos, que apoyamos la discusión sin adjetivos y entendemos que quienes se retiran del debate golpeando la mesa realmente huyen por insuficiencia de recursos intelectuales.